domingo, 15 de agosto de 2010

HONOR SIN VIRTUD, RAZÓN SIN SABIDURÍA Y PLACER SIN FELICIDAD,

“Lo que la reflexión nos enseña al respecto, la observación lo confirma cabalmente: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren tanto por el fondo del corazón y de las inclinaciones, que lo que hace la suprema felicidad de uno, reduce al otro a la desesperanza. El primero no respira más que el reposo y la libertad, sólo desea vivir y permanecer ocioso… Por el contrario, el ciudadano, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente para buscar unas ocupaciones aún más laboriosas: trabaja hasta la muerte; adula a los grandes que odia y a los ricos que desprecia; nada ahorra para obtener el honor de servirles; se vanagloria orgullosamente de su bajeza y de su protección, y orgulloso de su esclavitud, habla con desprecio de quienes no tienen el honor de compartirla. Es así cómo, al reducirse todo a las meras apariencias, todo se vuelve ficticio y fingido: el honor, la amistad, la virtud y con harta frecuencia hasta los propios vicios respecto de los cuales se encuentra finalmente el secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, preguntando siempre a los demás lo que somos y no atreviéndonos nunca a interrogarnos nosotros mismos al respecto, en medio de tanta filosofía, humanidad, cortesía y máximas sublimes, no tenemos más que una apariencia engañosa y frívola, un honor sin virtud, una razón sin sabiduría, y un placer sin felicidad.”




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Descubriendo y siguiendo así los caminos olvidados y perdidos que desde el estado natural han debido llevar el hombre al estado civil; al restablecer mediante las posiciones intermedias que acabo de marcar, las que el tiempo que me apremia me ha hecho suprimir o que la imaginación no me ha sugerido, todo lector atento no podrá sino quedar asombrado entre el espacio inmenso que separa a esos dos estados.



LA SOCIEDAD YA NO OFRECE A LOS OJOS DEL SABIO MÁS QUE UN CONJUNTO DE HOMBRES ARTIFICIALES Y DE PASIONES FICTICIAS QUE NO TIENEN NINGÚN FUNDAMENTO VERDADERO EN LA NATURALEZA



Es dentro de esa lenta sucesión de las cosas donde se verá la solución de una infinidad de problemas de moral y de política que los filósofos no pueden resolver. Sentirá cómo no siendo el género humano de una época el género humano de otra época, la razón del por qué Diógenes no encontraba a ningún hombre es porque buscaba entre sus coetáneos al hombre de una época que había desaparecido; Catón -dirá- pereció con Roma y la libertad porque se hallaba fuera de su lugar en su siglo, y el más grande de los hombres sólo pudo asombrar a un mundo que hubiese gobernado quinientos años antes.





En una palabra, aclarará de qué manera el alma y las pasiones humanas al alterarse insensiblemente, cambian por así decirlo de Naturaleza; por qué nuestras necesidades y nuestros gozos cambian a la larga de objetos; por qué, dado que el hombre original va desapareciendo gradualmente, la sociedad ya no ofrece a los ojos de un sabio más que un conjunto de hombres artificiales y de pasiones ficticias que son la obra de todas esas nuevas relaciones y que no tienen ningún fundamento verdadero en la Naturaleza.



Lo que la reflexión nos enseña al respecto, la observación lo confirma cabalmente: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren tanto por el fondo del corazón y de las inclinaciones, que lo que hace la suprema felicidad de uno, reduce al otro a la desesperanza. El primero no respira más que el reposo y la libertad, sólo desea vivir y permanecer ocioso y la propia ataraxia del Estoico no se parece en nada a su profunda indiferencia por cualquier otro objeto.



Por el contrario, el ciudadano, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente para buscar unas ocupaciones aún más laboriosas: trabaja hasta la muerte, incluso corre hacia ésta para ponerse en condiciones de poder vivir o renuncia a la vida para conseguir la inmortalidad, adula a los grandes que odia y a los ricos que desprecia; nada ahorra para obtener el honor de servirles; se vanagloria orgullosamente de su bajeza y de su protección, y orgulloso de su esclavitud, habla con desprecio de quienes no tienen el honor de compartirla.



ESTÁ EN CONTRA DE LA LEY NATURAL QUE UN IMBÉCIL GUÍE A UN HOMBRE SABIO Y QUE UN PUÑADO DE GENTE REVIENTE DE COSAS SUPERFLUAS MIENTRAS QUE LA MULTITUD HAMBRIENTA CARECE DE LO NECESARIO



¡Qué espectáculo no serán para un Caribe los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo! ¿Cuántas muertes crueles no preferiría este indolente salvaje al horror de una vida semejante que a menudo no se ve ni tan siquiera mitigada por el placer del bien hacer? Pero para poder ver la meta de tantas atenciones, sería preciso que las palabras “poderío” y “reputación” tuvieran un sentido en su mente, que se enterara de que hay una clase de hombres que cuentan por algo las miradas del resto del universo, que saben ser felices y contentos de sí mismos más con el testimonio de los demás que con el suyo propio. Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias: el salvaje vive en sí mismo mientras que el hombre sociable, siempre fuera de sí, no sabe vivir sino en la opinión de los demás y es, por así decirlo, de esta opinión exclusiva que saca el sentimiento de su propia existencia.



No está en mi tema poner de manifiesto cómo de una tal disposición dimana tanta indiferencia para el bien y el mal, con tan hermosos discursos moralizadores; cómo, al reducirse todo a las meras apariencias, todo se vuelve ficticio y fingido: el honor, la amistad, la virtud y con harta frecuencia hasta los propios vicios respecto de los cuales se encuentra finalmente el secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, preguntando siempre a los demás lo que somos y no atreviéndonos nunca a interrogarnos nosotros mismos al respecto, en medio de tanta filosofía, humanidad, cortesía y máximas sublimes, no tenemos más que una apariencia engañosa y frívola, un honor sin virtud, una razón sin sabiduría, y un placer sin felicidad. Me basta con haber demostrado que ese no es el estado original del hombre y que el propio espíritu de la sociedad y la desigualdad que engendra son los que cambian y alteran, pues, todas nuestras inclinaciones naturales.



He tratado de exponer el origen y el progreso de la desigualdad, el establecimiento y el abuso de las sociedades políticas, en la medida en que estas cosas pueden deducirse de la naturaleza del hombre a través de las únicas luces de la razón e independientemente de los Dogmas sagrados que le confieren a la autoridad soberana la sanción del Derecho divino. De esta exposición se desprende que siendo casi nula la desigualdad en el estado natural, ésta saca su fuerza y su incremento del desarrollo de nuestras facultades y de los progresos del espíritu humano, y por fin se vuelve estable y legítima mediante el establecimiento de la propiedad y de las Leyes.



Se desprende además, que la desigualdad moral, autorizada por el único Derecho positivo, es contraria al derecho natural cuantas veces no interviene en la misma proporción que la desigualdad física; diferencia que determina suficientemente lo que cabe pensar acerca de la clase de desigualdad que reina entre todos los pueblos civilizados, puesto que es un hecho que está manifiestamente en contra de la ley natural el que un niño mande a un anciano, que un imbécil guíe a un hombre sabio y que un puñado de gentes reviente de cosas superfluas mientras que la multitud hambrienta carece de lo indispensable.



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